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Editorial del Programa ECOS del día 15 de Abril de 2010

 

Sobre ritos y cigarrillos

 

 

Texto de Eduardo Calvo Sanz

Es común horrorizarse con historias de sacrificios humanos entre los mayas u otros “pueblos primitivos”. Formaban parte de esquemas religiosos para imponer, temores de por medio, la estabilidad de sus sistemas sociales. También molesta acordarse del “pan y circo” de la Antigua Roma, incluidos luchas a muerte de gladiadores y variados sacrificios, parte de un esquema para conservar a la gente entretenida y “las cosas en su lugar”.
Para un cristiano o un judío ortodoxo –y con más razón para un racionalista científico- son prácticas injustificables, inhumanas. Nuestra falta de objetividad nos impide ver a nuestro alrededor comportamientos humanos igualmente cuestionables.
Volviendo al ejemplo de lo que supuestamente pensaban en Roma, parecería que los humanos –cada cual con sus valores, culturas representativas de la época y de las circunstancias- necesitamos estar de alguna manera “ocupados”, en algo que nos mantenga entretenidos y nos aleje de la idea de comernos al vecino o quitarle la mujer. La magnitud y “calidad” de esas ocupaciones puede pensarse como medida del desarrollo de las culturas, de su alejamiento del primitivismo.
En el Siglo XVI, los aztecas y otros pueblos americanos horrorizaron a los conquistadores católicos españoles con sacrificios desgarradores, arrancando corazones a decenas o quizás centenares de individuos vivos. Eso justificó la matanza de cientos de miles de nativos, así como heridas profundas en sus civilizaciones, todo en nombre de un Dios más justo y para quien los sacrificios humanos son injustificables, aunque las Cruzadas y ciertos episodios del Antiguo Testamento parecerían desmentir esta afirmación.
Si de víctimas rituales se trata, en nuestra cultura actual más de un ejemplo reclama respuesta divina. En general son pocos los humanos que se horrorizan mientras ocurren. Es más, para la inmensa mayoría resultará ridículo considerarlos sacrificios, porque son muchos los que están involucrados y es difícil ser objetivo en esas circunstancias.
Pensemos en la colectividad argentina a comienzos del Siglo XXI. Hoy cualquiera sabe, o debería darse cuenta mirando a su alrededor, que los fumadores de tabaco –una práctica generalizada que la publicidad médica no logra hacer retroceder- viven sensiblemente menos que los no atrapados en esa adicción. Algunos estudios, en general hechos en comunidades con más recursos estadísticos pero extrapolables a la nuestra, indican que la expectativa de vida de los fumadores sería entre 5 y 10 años menor, según los casos, que la de los no fumadores. No son cifras para dejar pasar.
Es difícil negar que el fumar es un rito. Evidentemente sirve para acompañar o tranquilizar al menos momentáneamente. También, en muchos casos, es un camino de relación social. Y hasta hay quien dice que es indispensable para escribir creativamente y hasta para vehiculizar los intestinos rutinariamente por las mañanas.
Pero, los fumadores se están muriendo fuera de término. Están siendo asesinados por la maquinaria ritual, falleciendo en promedio bastante antes de lo que estadísticamente correspondería por su evolución biológica, muchas veces acompañados por sufrimiento propio y social.
Algunos especialistas calculan que hasta 40.000 argentinos son víctimas al año de esta limpieza ritual fuera de tiempo. Independientemente de la exactitud de esta cifra, los sacrificados a este particular Dios del Consumo son infinitamente más numerosos que los ejecutados por los mayas en nombre de sus dioses.
Como corresponde a la época, fumar es un rito de consumo, de mercado, con formatos espirituales de diseño. Los sacerdotes de esta religión son gerentes de marketing de las empresas tabacaleras. Este hábito ritual debe ser fomentado desde temprana edad, para que la adicción sea más sostenida; mejor si la práctica es inculcada de padres a hijos, que pueden respirar los humos predisponentes desde la infancia.
No hay dudas, se trata de un rito permisivo, popular, colectivo o individual según sea necesario. Es masivo: fuma quizás la mitad de la población adulta; pone su cuerpo para el sacrificio ritual a cambio de una poco mensurable gratificación momentánea. Los fumadores pasivos, mejor dicho involuntarios, también participan; hasta 5.000 de ellos estarían entregando su vida, por año, en nuestra Argentina de hoy.
Estos sacrificios prematuros no influyen en la selección natural, para descartar a los más proclives a las adicciones, porque las defunciones rara vez se producen antes de la edad reproductiva, si bien hay fuertes indicios de que estas prácticas afectan la fertilidad, la calidad del esperma y casi seguramente la virilidad eréctil.
En la Argentina de estos últimos años se observa un crecimiento espectacular de la proporción de ofrendas femeninas por esta vía, mujeres jóvenes que en general comenzarán a morir dentro de veinte o treinta años, luego de un acumulativo deterioro de sus atributos femeninos. Es fácil ver el efecto que el cigarrillo produce en sus caras, arrugas en todo el cuerpo y un envejecimiento de la piel que no condice con la revalorización de la juventud característica de la época.
“De algo hay que morir”, suelen decir quienes ya están atrapados en la maquinaria ritual y no saben, o no quieren, escapar. Es como pensar que las víctimas de los sacrificios mayas igual iban a morir pocos años después.
¿La autorización para fumar tabaco, su legalidad, es garantía de estabilidad social? ¿Es una necesidad? A lo largo de los últimos tiempos son muchos quienes ven a la nicotina como un vehículo de integración y al cáncer, u otras enfermedades mortales o degradantes, como meros costos laterales.
De la misma manera que estamos condicionados a comer todo lo posible, resabio de épocas pasadas cuando la supervivencia alimenticia estaba siempre en peligro, también nuestra naturaleza nos impulsa a la acción, la conquista, siempre a la “búsqueda de algo”. Sólo a través de trances místicos -o bajo el efecto de drogas- podemos paralizarnos, vivir vegetativamente como yoguis o budistas. En general necesitamos estar ocupados. Por eso los rituales. Por eso hemos necesitado construir catedrales en la Europa medieval o maoís en la Isla de Pascua; por eso buscamos oportunidades en los shoppings, o vivimos conectados a Internet y al teléfono celular. No podemos estar sin hacer algo.
Cuando los caminos se cierran, para muchos queda la opción de fumarse un faso. Es un poco como rezar, sirve para desconectarse, para no pensar durante un rato, aunque pida a cambio diez años de vida.
Negocios son negocios. Adelante con los faroles.