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Editorial del Programa ECOS del día 3 de Agosto de 2024

 

¿Por qué necesitamos la historia ambiental?

 

 

 

Donald Worsterv es profesor de la Universidad de Kansas. Su obra más conocida, Nature’s Economy. A history of ecological ideas (1988) es un libro clásico en el proceso de formación de la historia ambiental como disciplina.

Quería compartir con ustedes esta traducción del amigo Guillermo Castro de Panamá, de un fragmento de este libro:

La idea de historia es un invento reciente en Occidente. Fue apenas en el siglo XIX que estar realmente educado vino a implicar tener un sentido de la historia que, por supuesto, estaba atado en sus comienzos a la creencia en el progreso – progreso para los varones blancos europeos o norteamericanos, en virtud de su virtud y su inteligencia. Tras la I Guerra Mundial, sin embargo, la gente comenzó a poner en duda la idea de progreso universal, y los historiadores empezaron a buscar alguna idea más atractiva para sustituirla.
A lo largo del siglo XX, las mujeres, las minorías étnicas, las sociedades que no eran Occidentales empezaron todas a reclamar una historia que les hablara sobre sí mismas. Hoy, ese cambio está prácticamente culminado: la lucha de cada pueblo por escribir su propia historia e insertar su pasado en las narrativas globales ya ha triunfado, si no en cada esquina al menos en la corriente principal de la redacción de la historia.
Ahora, la historia debe encarar el hecho de que la crisis del ambiente será el problema más relevante del mundo a lo largo del siglo XXI. Y aunque sin duda los historiadores no pueden dedicarse a correr detrás de cada problema que les llegue a la cabeza, en algún lugar de sus empeños deben empezar a encarar esa crisis, y a repensar de manera fundamental lo que entienden por historia. Esto no es sencillo, pues hasta ahora los historiadores no han creído que su labor incluía tomar en cuenta a la naturaleza, ni al lugar de la humanidad en la naturaleza.
Por lo mismo, ha llegado la hora de escuchar lo que han venido diciendo científicos como Charles Darwin, que hace casi un siglo y medio atrás demostró que toda la Tierra tiene una sola historia integrada, y que resulta finalmente imposible segregar los hechos humanos de los de los bosques, los insectos, los nemátodos del suelo y las bacterias. O al biólogo y conservacionista norteamericano Aldo Leopold, que examinó el estado de la tierra como un historiador, preguntando qué había existido antes y por qué y cuando había cambiado - aunque con un sentido del tiempo enriquecido por la biología evolucionaría -, y en 1935, durante un viaje a la Alemania nazi que le mostró más del lado oscuro de la violencia humana, escribió:
Los dos grandes avances culturales del siglo pasado fueron la teoría darwiniana y el desarrollo de la geología. Comparado con tales ideas, toda la gama de la invención química y mecánica palidece en un mero asunto de modos y maneras corrientes. Tan importante como el origen de las plantas, los animales y el suelo es el problema de cómo operan como una comunidad. Darwin careció del tiempo para descubrir algo más que los comienzos de una respuesta. Esa tarea ha recaído sobre la ciencia de la ecología, que está develando a diario una red de interdependencias tan intrincada como para asombrar al propio Darwin, si estuviera con nosotros. Una de las anomalías de la ecología moderna consiste en que es la creación de dos grupos, cada uno de los cuales parece estar apenas consciente de la existencia del otro. Uno estudia la comunidad humana casi como si fuera una entidad separada, y llama a sus descubrimientos sociología, economía e historia. El otro estudia la comunidad de las plantas y animales, [y] cómodamente relega los enredos de la política a las “artes liberales”. La inevitable fusión de estas dos líneas de pensamiento constituirá, quizás, el gran avance del presente siglo. [2]
Hoy, algunos historiadores empiezan a preguntarse cómo han cambiado el paisaje las fuerzas naturales o antropogénicas, y cómo han afectado estos cambios a la vida humana, y de qué manera ha afectado al mundo natural el poderío tecnológico que los humanos han acumulado. Además, se ocupan de las formas en que los humanos han percibido al mundo natural, y han reflexionado acerca de su relación con él, de un modo que puede ser útil a los científicos de la naturaleza y a quienes formulan políticas.
Esto permite, en primer lugar, comprender de manera más plena el ascenso del ambientalismo en todo el mundo. Los humanos han venido pensando acerca de su papel en la naturaleza durante miles de años, y cada sociedad, pasada o contemporánea, tiene una rica tradición de pensamiento conservacionista, que requiere escrutinio crítico y análisis riguroso. Quienes se consideran “ambientalistas”, por ejemplo, ¿entienden de dónde proviene esa corriente de pensamiento, o cuáles son las complejidades y contradicciones que incluye? ¿Tienen conciencia de la maraña de significados de expresiones como “naturaleza” y “zonas silvestres”, y de la forma en que anteriores generaciones pensaron acerca de los suelos, los ríos o la vida silvestre? ¿Entienden de qué manera influyen la raza, el género o las clases sociales en nuestras relaciones con el ambiente?
El ambientalismo es demasiado importante como para dejárselo a las calles y a los carteles de anuncios. Necesita ser sometido a la prueba de análisis en aulas de clase, periódicos y libros. Necesita una historia y necesita historiadores. Para dar forma a mejores ideas y políticas sobre el ambiente necesitamos ideas, palabras e imágenes ricas, atrayentes, y probadas por el tiempo y por el razonamiento. No basta con las consignas y la pasión. No basta con la capacidad técnica. Necesitamos pensar de manera profunda sobre nuestro lugar en la naturaleza, y necesitamos hacerlo con la ayuda de la historia y de las Humanidades.
En segundo lugar, la historia ambiental puede contribuir al desarrollo de la ecología y otras ciencias ambientales. Ella puede, por ejemplo, facilitarle a quienes se dedican a la ecología forestal la tarea de comprender el bosque como un proceso histórico, e incluso como un artefacto histórico, y ayudarles así a construir mejor su objeto de estudio, a concentrar su investigación, y a orientar sus esfuerzos de restauración y conservación de los bosques.
De igual modo, los historiadores ambientales podrían ayudar a los científicos a comprender que sus modelos de la naturaleza son de alguna manera el producto de la cultura en la que se desarrollan, pues tienen una historia ligada a la de la sociedad humana. No podemos separar fácilmente nuestras ideas sobre la naturaleza en una división llamada ciencia y otra llamada literatura, artes, religión o filosofía, porque ambas flotan juntas en un mismo flujo de ideas y percepciones.
En tercer lugar, la historia ambiental puede ofrecernos un conocimiento más profundo de nuestra cultura y nuestras instituciones económicas, y de las consecuencias de las mismas para la Tierra. Una de las ideas más difíciles de aprehender es la de que los problemas ambientales podrían tener causas económicas tan profundas como complicadas. Demasiadas personas, aun en la academia – incluso economistas – no desean realmente hablar acerca de causas raigales, o entrar en una discusión crítica de valores e instituciones económicas. Se tiende a asumir con frecuencia que la economía se ubica por completo más allá de la cultura, como una ciencia universal del comportamiento humano que ejemplifica en todas partes los mismos motivos y resultados, los mismos comportamientos, la misma lógica. Sin embargo, cuando naturalizamos a la economía de esta manera, obscurecemos el hecho de que las economías humanas crecen a partir de períodos distantes, y reflejan al propio tiempo condiciones ecológicas desaparecidas hace largo tiempo.
Necesitamos también que los historiadores nos digan de dónde proviene el moderno imperativo del crecimiento económico. El crecimiento económico no constituía una fuerza impulsora importante hace algunos centenares de años, cuando no había profesionales o técnicos formados para hacer que el crecimiento ocurriera, ni políticos que hicieran del crecimiento su plataforma. ¿Por qué lo hacemos hoy, a pesar de las consecuencias ambientales negativas que el crecimiento usualmente acarrea? La idea de un crecimiento económico incesante fue un invento moderno, parte de la revolución capitalista de los siglos XVIII y XIX. Posteriormente, el crecimiento fue traspasado al principal adversario del capitalismo, el comunismo, y de esta manera se convirtió en un valor dominante en todo el planeta. Entender esta historia de invención y difusión es necesario para encarar el crecimiento y sus consecuencias contemporáneas.
Sobre todo, necesitamos revelar la historia ambiental del capitalismo, la cultura económica más poderosa y exitosa de los tiempos modernos. Necesitamos saber más acerca de lo que desplazó, de cómo cambió las actitudes de la gente respecto a la naturaleza, y cómo esto afectó a los recursos naturales, las comunidades biológicas, el aire mismo que respiramos. Todos sabemos que el capitalismo ha intentado promover el interés personal como el ethos rector de la sociedad moderna, pero apenas hemos empezado a descubrir que esa revolución moral asociada al capitalismo transformó la faz de la Tierra. Cuando la historia ambiental del capitalismo, el comunismo y de otros sistemas económicos sea mejor entendida, de manera justa y completa, tendremos fundamentos mucho mejores para la labor de quienes formulan políticas.