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Editorial del Programa ECOS del día 20 de Mayo de 2010

 

Hambre o cambio climático? Adónde poner el dinero?

 

 

Marin Caparrós decía, vez pasada, que entre el cambio climático y el hambre, los grandes del mundo prefieren enfrentar el cambio. Es, entre otras cosas, uno de los grandes negocios del futuro.
El cambio ha pasado a ser el enemigo. Cuando se presentó el informe anual sobre el Estado de la Población Mundial que publica el Fondo de Población de Naciones Unidas, se encara, cada año, un tema diferente: migraciones, crecimiento urbano, culturas tradicionales y, ahora, cambio climático
El trabajo fue apasionante: yo -dice Caparrós- debía contar las vidas de siete jóvenes –potencialmente– afectados por el calentamiento global: una paisana paupérrima en Níger, una estudiante entusiasta en Nigeria, un príncipe ecologista en las islas Marshall, un inundado refugiado en Marruecos, una pescadora de caracoles en Filipinas, un líder campesino en el Amazonas, una gay feminista post-Katrina en Nueva Orleans. No fue fácil: el cambio climático es, sobre todo, un pronóstico y sus efectos actuales son menguados, pero la mayoría de los científicos está convencida de que, en el mediano plazo, puede ser muy dañino: desertificación, subida de las aguas, derretimiento de los hielos, sequías, desastres muy variados.

La reacción frente al posible calentamiento aparece como una causa noble, necesaria; lo que me resulta inquietante es que recibe tanta más atención que otras que parecen urgentísimas. En Dalweye, su pueblito de chozas de barro, Mariama me preguntaba si yo creía que el cambio climático era culpable de su hambre.
–¿Por qué?
–No sé, me dijeron las chicas de la oenegé que era por eso.

En los pueblos del Níger los campesinos nunca comen lo que necesitan: su dieta de cada día –la misma cada día– está hecha de mijo pisado con –a veces– un chorrito de leche. Hasta que llega junio, los granos se terminan, algunos hombres y mujeres y chicos mueren, otros sobreviven hasta la próxima cosecha. En Níger se ve demasiado claro lo que le pasa, de una u otra forma, a mil millones de personas. Esta semana, en la Cumbre por la “Seguridad Alimentaria” de la FAO en Roma, el secretario general de la ONU dijo que el hambre mata a diez chicos por minuto: diez cada minuto. El cambio climático, si acaso, puede empezar a causar víctimas dentro de algunos años.
Es obvio que la batalla contra el cambio climático y la guerra contra el hambre no deberían excluirse, pero se ve muy bien qué les importa –y qué no– a los dueños del mundo y, sobre todo, dónde van los dineros.
Hay explicaciones posibles: entre ellas, que el cambio amenaza también a los ricos de los países ricos –mientras que el hambre siempre es para los mismos. Que el cambio climático podría eventualmente modificar la forma en que vivimos, mientras que el hambre de millones de otros es, precisamente, la forma en que vivimos. Pero, además, nadie gana mucha plata con el hambre; los que venden comida prefieren vendérsela a los que tienen comida –o, como nosotros, a los chanchos chinos. En cambio, el mercado que se deriva del miedo al calentamiento es uno de los grandes negocios del futuro.
Hasta aquí la primera parte de estas reflexiones de Martin Caparrós, que concluiremos en 7 días.