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Editorial del Programa ECOS del día 27 de Mayo de 2010

 

Calentamiento global o hambre? Adónde poner el dinero?

 

 

La semana pasada recreábamos una nota de Martyin Caparros, acerca del calentamiento global y el hambre: ambas urgencias, concitan todo el dinero hacia uno de ellos… si! Adivinó: el calentamiento global: un excelente negocio para el futuro, decía el colega.
El mercado de los créditos de carbono, que hace diez años no existía, ya mueve más de 120.000 millones cada año y crece sin parar. Parece simple: los acuerdos internacionales basados en Kyoto determinan cuánto gas de efecto invernadero puede mandar a la atmósfera cada país firmante, y los gobiernos de los países ricos reparten esa cuota entre sus empresas. Entonces las que prefieren emitir más gas para seguir haciendo sus negocios compran “créditos de carbono”: derecho a poluir que les venden las empresas y comunidades que no usan toda su cuota. En teoría, esto sirve para que las compañías que se preocupan por reducir sus emisiones –moderando su consumo, modernizando sus procedimientos– reciban algún beneficio; en la práctica, las empresas despilfarrantes suelen comprar sus créditos a las nuevas compañías especializadas que los consiguen a través de supuestas inversiones verdes en el tercer mundo.
El green business explota y ya lo están copando los grandes jugadores, las finanzas globales, los dueños de este mundo. Un ejemplo reciente: los hornitos africanos certificados ecológicos de los que J.P. Morgan –la famosa banca Morgan, quintaesencia del capitalismo americano– va a distribuir diez millones en Kenya, Uganda, Ghana. Cada horno les cuesta unos cinco dólares; se supone que cada uno reduce las emisiones en dos o tres toneladas por año; cada tonelada menos es un crédito de carbono que la banca Morgan puede vender entre 10 y 15 dólares en el nuevo mercado internacional, o sea: con una inversión inicial de 50 millones puede obtener entre 200 y 450 millones de dólares anuales. Y encima pueden decir que ayudaron a esa pobre gente, que es su meta en la vida.
Mientras tanto aparecen quejas, aquí y allá, en países pobres, sobre fábricas que basan su rentabilidad en aparentar que reducen su emisión de gases pero que en realidad no lo hacen –y sobornan a los auditores encargados de certificarlas– o lo hacen y poluyen de otros modos – envenenando las aguas, por ejemplo– o lo hacen y no producen mucho más que su ingreso por vender los créditos. Los créditos de carbono pueden convertirse en un gran deformador de las economías subdesarrolladas, otra forma de la corrupción institucionalizada. Y, también, en uno de los mayores esquemas de especulación financiera global: otra timba extraordinaria, burbuja subprime verde. Pero el gran negocio, como siempre, necesita a América para ser realmente grande.
Estados Unidos no aceptó los protocolos de Kyoto, y por lo tanto no limita sus emisiones de gases invernadero. Así que sus empresas que compran créditos para compensar sus emisiones lo hacen porque queda cool bonito y les permite presentarse como buena gente y vender más. Pero si el gobierno Obama finalmente regula sus gases, todas tendrán que hacerlo y las financieras que ya empezaron a invertir en el mercado del carbono van a ganar miles de millones adicionales. Al Gore tiene un magnífico futuro por delante.
Gore es el gran lobbysta de la lucha contra el cambio climático –y un hombre afortunado. En 2000, cuando consiguió perder aquellas elecciones, declaró que tenía dos millones de dólares. Ahora, tras diez años de campaña contra el cambio, se le calculan cien. Además de cobrar decenas de miles por esa conferencia que ya repitió cientos de veces, Al Gore es accionista de varias empresas exitosas relacionadas con su militancia: energías renovables y créditos de carbono, sobre todo. En 2007 le dijo a Fortune que su empresa Generation Investment Management encaraba una transformación social “mayor que la Revolución Industrial, y mucho más rápida”: la conversión del mercado global de energía “para contener el calentamiento global” a través de tecnologías limpias, verdes, sustentables –y, también, por qué no, nucleares. Dicho de otra manera: la tentativa gigantesca de abandonar la dependencia occidental del petróleo –caro y
ajeno– y el carbón, y forrarse con lo que vendrá.
Al Gore dice que la única forma de conseguir que las emisiones se reduzcan es aplicarles las famosas fuerzas del mercado: que los que poluyen paguen, que los que no poluyen cobren. Y, de paso, que los intermediarios financieros ganen más y más. En síntesis: tratar el problema según el mismo modelo que creó ese problema, entre tantos otros; el mismo modelo que también produce el hambre de millones. Hace muy poco un socio de Gore en una de estas nuevas empresas verdes, Capricorn Investment, lo dijo tan clarito: “Nuestro objetivo es hacer más dinero que los demás de un modo que los supera en impacto y en ética”.
El negocio es redondo. Y lo será mucho más si el gobierno de Obama por fin regula sus emisiones de CO2: la causa a la que Al Gore dedica tanto esfuerzo, militancia tan esperanzada. Si es así, Fortune calcula que el mercado del cambio climático llegará a un billón –un millón de millones– de dólares dentro de diez años, y todo por la buena causa.
Mientras tanto, el hambre sigue muy bien gracias.