Skip to: Site menu | Main content

Editorial del Programa ECOS del día 5 de Septiembre de 2020

 

Ya los libres del mundo no responden

 

 

Por Marco Denevi

¿Para quién escribo este mensaje? Quizá para nadie, quizá nadie lo lea. Es posible que esta hoja de papel en la que escribo sea borrada por la lluvia, destruida por el fuego, incinerada junto con mi cadáver sin que ningún ojo humano la deletree. También tengo la esperanza de que alguien alcance a leerla y sepa que he muerto sin ignorar por qué moría. De todos modos, no renunciaré a este último y acaso inútil ejercicio de mi libertad: jefes de las sectas, miembros de las sectas, ustedes no me impedirán, antes de morir, que afirme por escrito mi decisión de no someterme.
Aunque creo en Dios jamás milité en ninguna de las religiones que se disputan su representación. Jamás me afilié a ningún partido político ni me asocié a ningún sindicato. Ni siquiera a un club de fútbol o a una fraternidad estudiantil. Exhortaciones en contrario no me faltaron. Tampoco prepotentes intimaciones, amenazas, órdenes veladas o desembozadas. Siempre las rechacé. Por fin, una tras otra, todas las sectas se convencieron de que conmigo no podían contar. Los demás, sin excepción, se han afiliado. Yo debo ser el único que se resistió. Y ahora me lo hacen pagar caro. No me importa. Prefiero morir antes que rendirme.
El que se afilia adhiere a una porción de la verdad y niega sistemáticamente todas las otras. Yo he pretendido estar disponible para todas, he aspirado a conservar en mi mano toda la baraja, frase quizá cursi que leí en un libro pero que me cae como anillo al dedo. Incluso mi profesión (arreglaba televisores a domicilio) me permitía prescindir de patrones, escalafones, contratos, huelgas y sabotajes. Hasta para ganarme la vida he querido ser libre.
Me consideraba ubicado en una perspectiva desde la que dominaba visualmente todo el campo. A ustedes eso los irrita. Ustedes, con anteojeras, sólo distinguen un sector y lo que no está dentro de ese sector no existe o les es extraño. Empobrecen la realidad, la parcializan a sabiendas para que los hombres seamos como las hormigas, que atraviesan todo un jardín y van a devorar la única yema que les han mandado que devoren.
Me horroriza la disciplina de todos los ejércitos. De todos, también de los ideológicos. Ustedes reclutan soldados con la promesa de una aventura heroica y el señuelo de un hermoso estandarte. ¿Y después? Después reducen la aventura a marcar el paso de ganso que dirige algún sargento analfabeto. Habláis de verdades. Las vuestras no son verdades. Son dogmas, es decir, una verdad desdoblada en verdad y a la vez en mentira. Lleváis en andas un dios vivo y un ídolo muerto. A mí el hedor de ese ídolo muerto me impide arrodillarme frente a aquel dios vivo. No hago de los malos olores y de la podredumbre una profesión de fe. Me gusta la vida, me gusta la salud. Me gusta la libertad.
Durante un tiempo no me di cuenta de que, a medida que rechazaba las invitaciones (las intimaciones) a afiliarme, se me hacía objeto de represalias. Entonces eran hechos todavía esporádicos y no me llamaron la atención. ¿Quién no ha sido víctima de injusticias, de arbitrariedades o de atropellos? Pero lo que me ocurrió con mi clientela me abrió los ojos.
Soy un experto en televisión. No abultaba las tarifas. Tenía clientes desde hacía años. Sin embargo, uno a uno, todos prescindieron de mis servicios. Inútilmente los llamé por teléfono o los visité en sus casas. Me mandaban a paseo con la misma excusa: sus televisores andaban a las mil maravillas. Es imposible que tantos aparatos funciones perfectamente a lo largo de tanto tiempo. Adiviné que una misteriosa confabulación me despojaba de la clientela. Día y noche cavilé cuál podría ser ese complot en el que participaban personas que no se conocían entre sí. Todas las hipótesis me parecieron absurdas y las descarté a todas.
Apremiado por las circunstancias, decidí ofrecerme de puerta en puerta como un vendedor ambulante. En todas me rechazaron, a menudo de mal modo. Supuse que algo habría en mí que me malquistaba con la gente algo que a simple vista me hacía sospechoso o desagradable, y que me había sobrevenido sin que yo me diese cuenta. Algo. Pero, ¿qué? Por más vueltas que le buscar al asunto no podía adivinar el origen de aquellas reacciones coléricas o despreciativas. Salvo que la televisión inspirase un odio irracional contra los técnicos. Consulté con varios de mis colegas, y se me rieron en la cara. Deduje que yo era la única víctima de la conjuración. Por lo demás, la risa de mis colegas me dio mala espina. Se habían reído con sorna e insultante piedad pero sin sorprenderse, sin preguntarme nada, como si tuvieran por resabido lo que me ocurría.
Un trámite en una dependencia pública y otro en un banco terminaron por revelarme la gravedad de mi situación. Las empleadas del Ministerio me enviaban de ventanilla en ventanilla y todas, al verme, desviaban la vista y decían:
-Vaya a aquella otra oficina y pregunte ahí.
Me harté, volví al día siguiente, la historia se repitió. Protesté en voz alta, pero las empleadas me dieron la espalda y el público, en cambio de hacer causa común conmigo, mantuvo un silencio hostil, y hasta alguien me propinó un empellón, creí escuchar una voz que mascullaba: “Váyase y no vuelva más”. No volví más.
En el banco, de donde quise retirar mis ahorros, el cajero (un muchacho que solía conversar amablemente conmigo) no me saludó, y después de hacerme esperar una hora me salió con la novedad de que se había extraviado toda la documentación de mi cuenta y el banco no podía reconstruirla. “Lo que quiere decir”, añadió en un tono altanero y mirando para otro lado, “que usted ya no es más nuestro cliente y que sus depósitos han prescripto”. La estupefacción, una súbita depresión nerviosa me impidieron articular palabra. Salí a la calle como un autómata.
Desde entonces han pasado meses. Ahora vivo rodeado de una especie de cordón sanitario que me aísla del resto del mundo. No he conseguido trabajo en ninguna parte. Me ofrecí como albañil, peón, lavacopas, sereno, changador, pero para mí nunca hay una plaza disponible. Los vendedores de los comercios se abstienen de venderme un jabón, un pan, un analgésico. Desde que un guarda de ómnibus me dijo perentoriamente: “Bájese, se me terminaron los boletos”, viajo a pie. Camino por la calle y sólo encuentro miradas de reprobación, rostros recelosos, sonrisas despreciativas. Las mujeres me dan vuelta la cara. En los ojos de los hombres percibo el deseo de castigarme, un fulgor asesino.
Varias veces me han robado pero no he hecho ninguna denuncia. Para qué. Me basta el episodio de aquel carterista al que los transeúntes, todos, incluidos respetables padres de familia y venerables matronas, defendieron de mi persecución. No me atrevo a cruzar sino calles desiertas: noté que los automóviles se me echan encima. Me alimento con los desperdicios que recojo, a altas horas de la noche, en los cajones de basura. Sé que si cayese al suelo, víctima de un ataque, nadie me socorrería. Tengo miedo de enfermarme y que los médicos me dejen morir, que los hospitales aleguen que no hay ninguna cama desocupada. Acabo de escribir “tengo miedo”. No he mentido. Y sin embargo, sépanlo, no claudicaré.
Cuando evoco lo que ha sido mi vida durante estos últimos años, algunos hechos que en su momento se me antojaron incomprensibles, ahora tienen explicación. Por ejemplo que una vez, en un café, ningún mozo quisiera atenderme. Y que otra vez el boletero de un cinematógrafo me dijese que no había más entradas mientras seguía vendiéndoselas a otras personas. Desde que no tengo dinero esos percances ya no me ocurren. La total miseria, superponiéndose a mi segregación social, al menos me absuelve de algunas humillaciones. De todas maneras sé que, con dinero o sin él, no sería admitido en ningún restaurante, en ningún teatro. Ya dije que me alimento de las sobras que hallo en los tachos de basura. Mi única distracción consiste en deambular, de noche, por calles solitarias. De día duermo, encerrado en mi habitación. Me han cortado la luz y el agua, satisfago mis necesidades en los mingitorios públicos.
Presumo que se espera, en este informa, un capítulo dedicado a la ruptura de mis amistades, al repentino fracaso de mis amores. No escribiré una palabra al respecto. Mi mensaje no se teñirá de lágrimas.
Reanudo este relato varios días después que redacté los párrafos anteriores. Al volver de madrugada a mi habitación, no pude entrar. Habían cambiado la cerradura. Ahora estoy sentado en un banco del Parque de los Patricios. Tengo hambre, tengo la barba crecida, la ropa sucia y rota, el aspecto de un pordiosero.
Frente a mí pasó hace un rato un hombre bajito, calvo y rechoncho. Mi miró insistentemente, y yo, harto de menosprecios y aversiones, bajé la vista. El hombre volvió sobre sus pasos, se sentó junto a mí. Seguía mirándome. Lo miré a mi vez y él me sonrió. Desvié los ojos. El hombre me puso una mano sobre la rodilla. Me estremecí, menos de repugnancia que de emoción: “Alguien como yo”, pensé. Pero él, inesperadamente, me susurró:
-Firma este formulario.
Y, con la otra mano, me mostraba una solicitud de afiliación al Rotary Club. Sin fuerzas para hablar, le contesté que no con la cabeza. Entonces el hombre empezó a pegarme de una manera fría y minuciosa. No me defendí. Me siento demasiado débil. Además, esa violencia me proporcionaba una horrible felicidad. Luego el hombre se levantó y se alejó sin apuro y sin volver a echarme una mirada de despedida. Ahora escribo a la luz de un farol del Parque, en este papel, con este trocito de lápiz que son mis últimos bienes materiales.
Para que no se dude de que he comprendido, sintetizaré mi conclusión. Las religiones, los partidos políticos, los sindicatos, los clubes, las cooperativas y las fraternidades son apenas las máscaras, las pantallas de las verdaderas, las secretas logias de los hombres, el paso previo para ingresar en otras sectas que actúan en la sombra, aparentemente invisibles, subrepticiamente todopoderosas. Sus miembros se reconocen entre sí gracias a algún detalle en el vestido, a una característica del peinado, a un ademán, un parpadeo, una forma especial de mirar o de sonreír. Tendrán santos y señas, fórmulas de iniciación y de reconocimiento. Y las instrucciones de los jefes se difundirán mediante claves disimuladas: pañuelos, estornudos, toses.
El ingreso de los hombres en las sectas a través del puente de la religión, la política, el sindicalismo, el deporte y la sociabilidad fue paulatino. Era el tiempo en que yo recibía desprecios aislados. Después no quedó uno (quedó uno, quedé yo) que se mantuviese ajeno. Ahora todos actúan según las órdenes de la secta a la que pertenecen. Nadie, me imagino, mantendrá relaciones si no es con un miembro de su propia cofradía. Ahora sé que los hombres se han vuelto más egoístas e indiferentes porque reservan el altruismo y la amistad sólo para sus conmilitones. Ahora sé que la violencia que mina al mundo proviene de la escisión de la humanidad en sectas cerradas.
Pero preveo la creciente unificación de las sectas. Por sucesivas alianzas y recíprocas absorciones, terminarán por formar una sola. Partidos, gremios, religiones, clubes y fraternidades no desaparecerán, pero detrás de esos falsos alardes de pluralidad la secta única y omnímoda dictará todas las decisiones. Pero yo no olvido que toda organización requiere una autoridad y una policía, no olvido que toda autoridad se basa en la obediencia y que toda policía custodia una cárcel.
En cuanto a mí, pronto moriré de frío, de inanición y de libertan en este banco del Parque de los Patricios. El hombre bajito, calvo y rechoncho me hizo la postrera invitación, el ultimátum de las sectas. Ahora no me permitirá que dé un solo paso más. Y luego dejarán que mi cadáver se pudra al sol, como escarmiento. En cuanto a este mensaje, será inmediatamente destruido. Las sectas impedirán que se lo lea porque, si quizás haga sonreír a muchos, en otros podría despertar nostalgias peligrosas, el cismático deseo de volver a ser libres. Con todo, sigo escribiéndolo. No quiero renunciar ni siquiera a este último, a este único ejercicio de libertad que me han dejado.
Amanece. Dentro de un rato el Parque comenzará a poblarse de peatones. Creo que he sido demasiado ingenuo. Olvidé que, entre tantas sectas, forzosamente debía haber una que vigilase a todas las demás, que conociese sus secretos rituales. Varios policías, haciéndose los distraídos, se me acercan con sus revólveres desenfundados. Luego dirán que yo era un ladrón y que me resistí. Me resta un minuto de vida. Lo aprovecharé para