Editorial del Programa ECOS del día 18 de Mayo de 2024
La humanidad en autofagia
Hace apenas doscientos años las personas se compraban y vendían. Se cazaban en África o en los Andes, y se vendían como esclavos. Con sus más y sus menos, las sociedades humanas dejaron de cazar humanos, reconociendo su estatus de iguales (algunos a regañadientes) y ya no se comerció más con nuestra especie. Hace apenas cien años atrás, se cazaba y comerciaba con todo tipo de animales: ballenas, elefantes, rinocerontes, gorilas, y se vendían para aceite, marfil, afrodisíacos. Hasta que se empezó a valorar un poco más la preservación de esos grandes animales y se empezaron a poner límites y legislaciones para evitarlo (algunos a regañadientes). Pasó medio siglo más para que ese grado de atención y protección pasara a animales más pequeños, perros, gatos, caballos, aves, entendiendo que se nos iban, que tenían sus derechos, aunque aún pumas, hamsters, muchas aves, tortugas, se siguen cazando, matando o comerciando. Como que vamos pasando de reconocer y proteger gente a grandes animales, a pequeños animales, en una escala cada vez más chica hasta que nos damos cuenta de que nuestras colonias bacterianas tienen su utilidad y hay que proteger las microbiotas.
Pero, en el camino, el mundo vegetal pasó por algo similar: maderas preciosas, que se volteaban a mansalva pasaron a estar protegidas. Las especies nativas de los bosques, para las que hay que pedir permisos especiales, inspecciones y hasta se prohíben talas en terrenos privados.
Pareciera que en este recorrido vamos mejorando un poco cada vez.
Pero lo que resulta por cierto esquizofrénico, es que al mismo tiempo vamos reduciendo las variables del planeta que nos sostienen como especie, la especie humana. De hecho, podríamos sobrevivir sin orangutanes (que sería una verdadera lástima) pero no podemos sobrevivir sin bacterias del suelo, y sin embargo lo envenenamos. No podemos sobrevivir sin masas fe monte o bosque o selva que nos genere el oxígeno que nos es vital. Y sin embargo las talamos.
Y si nos corremos un poquito del mundo vivo, tampoco podemos vivir sin agua, y sin embargo le echamos nuestras excretas, le rociamos pesticidas, la llenamos de plástico.
¿Cómo no nos damos cuenta? Hace 40 años atrás circulaba un texto que conocíamos como “La carta del indio Seattle”, que no se si era verdadera, pero que conmocionó a mucha gente porque iba a aquello de que el dinero no se puede comer, no se puede respirar, no se puede beber. Y entonces se pensaba que si sabemos todas esas cosas, indudablemente la humanidad iba a saber elegir un modelo de desarrollo que le permita el buen vivir para toda la gente y su soporte vital: animales, plantas, minerales.
¿Qué es lo que pasó? ¿Qué oscuro brujo de Bulubú ensombreció nuestras entendederas? Porque es clarísimo. Siempre traigo a colación el ejemplo de Trantor, de la saga La Fundación de Isaac Asimov, planeta que dirige el imperio galáctico, planeta completamente artificializado, cubierto de metal, adonde miles de millones de funcionarios manejan las cuestiones del imperio, pero que nada produce, nada cultiva, nada genera (solo burocracia) y depende exclusivamente de que el resto de los planetas le provean de todo. Y cuando se dice todo, es todo. Aire, agua, comida, materiales de todo, todo tipo.
No tenemos un imperio galáctico. Tenemos una humanidad que empezó cazando personas y está terminando cazándose a si misma, encerrados tras rejas reales o virtuales, con cada vez más limitaciones de comida, de agua, de aire, de salud, de bienestar. Y tenemos un planeta solito.
Así estamos. Hoy quería reflexionar sobre estas cosas.