Editorial del Programa ECOS del día 9 de Noviembre de 2024
Antropología y contaminación
¿Quién no ha pasado por las desagradables sensaciones derivadas de aproximaciones inusitadas, tales como un rollo de papel higiénico en la mesa de la cocina, un cabello flotando en nuestra sopa, barro manchando la ropa de cama? ¿Qué factor sería capaz de explicar el asco tan violentamente visceral que nos acomete en situaciones de este tipo?
Arriesgo una respuesta: contaminación. La idea de contaminación es propia de los antropólogos. Por todas partes y en todos los tiempos, en las más variadas culturas la contaminación se ha asociado a los peligros que resultan de la mezcla de elementos que cada sociedad considera como pertenecientes a dominios que se cree que deben de estar separados.
Según cada caso, la contaminación puede ocurrir, por ejemplo, de la irrupción de cosas del dominio de la calle al ambiente de la casa, de objetos del baño en la cocina, de la indistinción entre asuntos de la vida y de la muerte, de aproximaciones entre salud y enfermedad, de contactos entre el interior y el exterior corporales, o de lo público y lo privado...
La contaminación es, ante todo, indistinción. Ella se materializa en aquello que simbólicamente confunde la nitidez de las líneas demarcatorias de los diferentes dominios que cada sociedad y cada momento histórico consideran fundamentales para su estructura.
Obviamente, también son propios de los antropólogos el estudio de los ritos y los tabúes que las diversas culturas inventan para defenderse de la peligrosidad de esas mezclas, que son principalmente de naturaleza mística y mágica y que en mucho anteceden y en mucho deberán continuar a los descubrimientos hechos por Pasteur.
Todo esto significa que la contaminación no es absolutamente un “en sí”. Ella funciona en el juego de las categorías de ideas y sentimientos postulados para la estructuración de cada sociedad, y también como las líneas que las separan. La contaminación es algo que niega ese orden, que es afectado por ella. De una forma o de otra, la contaminación es siempre alguna cosa que ofende los sistemas de clasificación de las ideas, que agrede la separación de los sentimientos. Entonces, eliminarla es sinónimo de organizar: sábanas junto a colchas, en el dormitorio; cuchillos junto a tenedores y cucharas en el cajón de la cocina; papel higiénico y algodón en el baño... Barrer y lavar son modos de colocar en estado práctico un sistema de clasificación de ideas. Asco, náuseas, son reacciones emocionales contra en desprecio de ese orden.
Una consecuencia muy importante de ese modo de colocar las cosas es que los límites son contaminados por definición, porque pertenecen simultáneamente a una y a otra de las categorías, y hasta a varias de ellas. De allí que merecen todos los cuidados. Las ropas, las manos, los pies, los orificios corporales deben ser siempre lavados; las esquinas los puertos, las estaciones ferroviarias y de bus son amenazadoras, las medianoches y las madrugadas aterrorizan... por esta misma lógica, los bordes y las periferias en general crónicamente contaminadas y contaminantes, requieren constantemente atención descontaminadora.
Otra consecuencia es que, en un extremo, la suciedad y la contaminación son totalmente indelebles. Compréndase: por un lado, es preciso marcar muy nítidamente los límites que separan un sistema de categorías de todo aquello que no le pertenece. Esto se hace por medio de ritos repetitivos, como los saludos entre las personas, las reglas de etiqueta, la higiene corporal, los cambios y lavados de la ropa, las limpiezas del hogar, las construcciones de muros de separación, la instalación de portones, las señales de la cruz y las genuflexiones... procedimientos que celebran marcaciones de diferencias simbólicas entre naturaleza y cultura, sagrado y profano, puro e impuro, ciudad y campo, y hace que elijamos comportamientos conformistas o transgresores.
Sucede también por otro lado que alguien que consiguiese hacer un tratamiento de asepsia con un cien por ciento de eficacia, terminaría por desvincularse totalmente del mundo y de la relación con los otros: aislado de todo, no podría volver a “ser”. Ahora, como los seres están siempre en relación, los límites estarán siempre contaminados. Y esto hace de la descontaminación, al menos desde el punto de vista simbólico, un problema rigurosa y radicalmente insolucionable por más que para ello se empeñen los técnicos en descontaminación.
En verdad, al contrario de lo que estamos acostumbrados, no es fundamentalmente una cuestión de higiene o de técnica: es una cuestión de magia. El contagio y la contaminación que le están asociadas son antes de carácter simbólico, más es una higiene mística que material. Este tipo de higiene antecede en mucho a la descubierta en este siglo de microorganismos, base de nuestras concepciones científicas. En su raíz, la higiene no es una cuestión de microbiología, ni la contaminación un problema puramente técnico: podemos hacer todas las desinfecciones que queramos, podemos aniquilar virus y bacterias, podemos remover obsesivamente los residuos sólidos, mas no eliminaremos el problema mágico de la contaminación.
Si la contaminación es del orden de lo simbólico más que de la esfera de lo microbiológico, epidemiológico, higiénico o técnico, estamos obligados a admitir también que ella es variable y relativa.
Quiero decir con esto que la suciedad de ninguna manera es un absoluto: aquello que está sucio para unos puede estar limpio para otros, y lo que es limpio puede no serlo en otro contexto.
Nunca debemos olvidar que las reglas de la contaminación están estrechísimamente ligadas a la separación y a la marcación de distancias sociales entre personas, grupos, objetos e ideas. Podemos percibirlo en pequeños actos que explícitamente tienen otras intenciones. Por ejemplo, gestos sutiles como de alguien de la casa al limpiar con sus propias manos la silla en que nos invita a sentarnos, o lavar delante de nosotros el vaso o la taza que nos dará y que acaba de retirar ya limpios del armario. Actos que suceden frecuentemente en las casas que llamamos “humildes”, y que son, además de una demostración de “buenas maneras” la expresión ritual de las posiciones sociales respectivas. En el ámbito de la familiaridad y la igualdad, prescindirían de ellos.
Quien está en el mismo plano social se encuentra exento o tiene obligaciones atenuadas relativas a las reglas de separación, de pureza o de contaminación. Puede utilizar los mismos utensilios de cocina, como sucede entre personas de la misma familia, por ejemplo. Con todo, se recuerda que las casas hace algún tiempo atrás tenían vasos especiales, generalmente hechos de aluminio, destinados al uso exclusivo de los mendigos que golpeasen la puerta. Esto no sucede también con toallas, pañuelos, ¿etc utilizables solo por personas de un mismo nivel?
Y haciendo aquello que para otro es impuro y contaminado, es que se pone más crudamente la manifestación de las diferencias jerárquicas. Buena ilustración de ello es el sistema de castas indiano: en él los trabajos de limpieza se dividen entre las castas, siendo las inferiores las que se ocupan de la basura, quedando para la más baja de ellas la recolección de los desechos. El miedo a la contaminación funciona siempre en una dirección de arriba hacia abajo. Por ello, se somete a los últimos.
La lógica de ello es muy simple. Cuanto más próximo al centro del poder, más distante de la contaminación. Cuanto más periférico en relación al centro del poder, tanto más cercano a la suciedad. Aplicando esta lógica a las aglomeraciones urbanas, no es difícil deducir lo que sucederá con las villas miseria y otros periféricos, por más higienizadas y urbanizadas que se puedan hacer sus condiciones de vida (agua potable, cloacas, desagotes, etc) Desde el punto de vista simbólico, la jerarquía social siempre inventará criterios de discriminación entre pureza y suciedad. No hay una definición de “impuro” o de “contaminado” sin la existencia de un poder que se halle próximo a “Lo puro” y que decrete una jerarquía a partir de su propia posición. Una sociedad esterilizada es una sociedad automáticamente jerarquizada.
Esta es una dimensión política que con frecuencia no vemos. Se comprende perfectamente que los discursos sobre contaminación estén casi siempre marcados por el espíritu de la acusación. Acusar de impureza significa reivindicar la propia superioridad. En lugar de estudiar social y políticamente el sentido de las reglas de pureza, en vez de analizar el problema en la radicalidad de la contaminación, en vez de acusar a la sociedad de consumo, los industriales que se enriquecen siendo contaminadores y además a los consumidores que se deleitan con los bienes de la sociedad industrial, los cañones se direccionan frecuentemente contra los marginales, esto es, apuntan para los de abajo, que, de víctimas se transforman en culpables de la contaminación.
Son ellos, también, e irónicamente, los que deben ser reprimidos, esclarecidos, educados... Chivos expiatorios, para ellos deben dirigirse las campañas de cambio de comportamiento, las vigilancias, los controles, aquello que termina por justificar las demandas de más “orden” y por requerir la presencia más activa del Estado, sustituyendo a la política hecha por los habitantes por un gerenciamiento ejercido sobre éstos. Bajo aparentes buenas intenciones, incuestionables y políticamente correctas, ¡cuánta discriminación!
El caso particular de los residuos tiene algo de ejemplar e ilustrativo. Nuestro punto de vista individualista nos impide ver a la sociedad en su conjunto. Por ello, no percibimos que la pérdida del “valor de uso” de algo, que lo instituye como desecho, no elimina absolutamente su valor “de cambio”. Aquello que cada individuo en particular, un grupo o un país desecha como basura, apenas inicia una nueva fase de su itinerario de circulación social, pasando a ser “valor de uso” para otros.
Cuando apreciamos una sociedad en su conjunto, constatamos fácilmente que el desecho de una clase o de un país puede perfectamente representar el lujo de otro.
Así, conseguimos entender que no existe valor de uso absoluto. Ni desecho absoluto. Y que las dimensiones materiales de la sociedad están sobrecargadas de relaciones sociales, simbólicas y sobre todo políticas. Los objetos, en verdad, son valores. Aquellos que están en lo alto de la jerarquía se valorizan sobre todo por lo que pueden comprar, poseer, consumir. En una sociedad de consumo plenamente realizada, las camadas se diferencias jerárquicamente mucho menos por lo que poseen que por lo que desechan unas sobre otras.
Este principio acarrea, primero, el acortamiento de la vida de los objetos que deben ser descartados tan rápido como sea posible para evidenciar la posición social del que los desprecia. Segundo, esa lógica es el indicador de una mayúscula y exponencial multiplicación de desechos y de contaminación. Tercero, tal proceso se acelera cada vez más por un circuito de realimentación que se basa en el deseo de diferenciación incluido en lo íntimo de casi todos los componentes de esa sociedad.
Finalmente, sin disminuir en un milímetro la gravedad y la urgencia de las cuestiones actuales de contaminación ambiental en el ámbito de la sociedad industrial, es indispensable considerar que algunos de los subproductos ya conocidos de la higiene y de la descontaminación deberían ser mucho más que suficientes para no permitirnos olvidar (sobre todo luego de las dos experiencias del nazismo y del apartheid), de las catástrofes verdaderamente apocalípticas que pueden ocurrir a partir de ideas aparentemente ingenuas y neutras como las de “pureza”, “separación”, “evitar la mezcla” “peligro de contagio”, etc.
Todos sabemos a lo que llega la insensibilidad y el distanciamiento cuando son propiciados por la racionalidad, el cálculo, la objetividad y el pragmatismo “limpio”.
José Carlos Rodrigues, antropólogo y profesor